Estamos propensos a la idea de que el espacio público nos pertenece; y sí. Pero esa pertenencia implica también un grado de responsabilidad que no hemos estado dispuestos a corresponder.
Se vuelve "normal" el infligir en el espacio del otro; no sólo de forma física, sino también mental; transgedimos sus límites, y lo obligamos a volverse parte de los nuestros.
Los espacios corrompidos por la violencia se han convertido en una atmósfera cotidiana: a la menor provocación, la respuesta será dirigida a ofender al otro, sin importar si es sujeto u objeto.
Los niveles de congruencia disminuyen, y se hace latente la impetuosa necesidad de acabar con el otro; el espíritu de competencia más que fortalecernos, nos está diluyendo.
Es cotidiano ver cómo entre un alguien y otro existen agresiones; existe rencor, existe la amplia necesidad de sentirse superiores. La superficialidad está acabando con las bases de la civilidad, está dejando a nuestros espacios en peligro de extinción.
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